CÚPULA

El centenario del muralismo mexicano

El movimiento artístico tiene como génesis la ruptura revolucionaria y vanguardista que se propone la creación de un nuevo lenguaje pictórico

CULTURA

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José Vasconcelos con Álvaro Obregón. Sosa y Díaz, fotógrafosCréditos: Fototeca INAH

El arte mexicano que toma los muros del Colegio de San Pedro y San Pablo y de la Preparatoria Nacional de San Ildefonso entre los años 1921 y 1922 —y que posteriormente saltará a cientos de paredes en México y en el mundo— es la respuesta de un grupo notable de artistas al estímulo y la conmoción que provoca la gran guerra revolucionaria que les tocó vivir. Después de dos décadas de conflictos armados y cientos de miles de muertos y de gobiernos revolucionarios derrumbados por otras facciones, la llegada a la presidencia del general Álvaro Obregón anunció por fin la posibilidad de reconstruir el país sobre la base de la Constitución del 17 y la creación de una nueva institucionalidad revolucionaria.

Cuando en 1921 el inspirado intelectual maderista José Vasconcelos se propone el más profundo y generoso proyecto cultural con el que México ha contado a lo largo de su historia independiente, invita a un pintor modernista (Roberto Montenegro), a uno nacionalista y expresionista cercano a Carranza (Gerardo Murillo, Dr. Atl), a un cubista que desarrollaba con éxito su obra en el París de Picasso (Diego Rivera) y a un nutrido grupo de jóvenes artistas revolucionarios: Fernando Leal, Jean Charlot (emigrado francés), Ramón Alva de la Canal y Fermín Revueltas (de apenas 21 años). 

A este grupo se suman: un artista y soldado de la Revolución (David Alfaro Siqueiros) y un ilustrador y caricaturista que ya colaboraba con el proyecto editorial de Vasconcelos (José Clemente Orozco). 

José Clemente Orozco, Cortés y La Malinche (Fresco, 1923). (Créditos: ©SOMAAP/INBAL / UNAM )

Vasconcelos era plenamente consciente del papel de la pintura en la historia de México: desde la representación simbólica sobre la que se cimentaron los diferentes regímenes teocráticos anteriores a la conquista, hasta la efectividad de la pintura religiosa de iglesias y conventos en el proceso de evangelización durante el virreinato; de ahí que se propusiera apoyar la difusión del nuevo evangelio, el de la Revolución Mexicana, no sólo con una inmensa revolución educativa y nuevas “misiones” (esta vez de carácter cultural y laico), sino también a través de representaciones plásticas capaces de contar la historia social y espiritual de México y de mostrar el nuevo rostro de una nación cuya guerra civil había propiciado la participación y el protagonismo de campesinos, indígenas, trabajadores y soldados provenientes de todo el territorio nacional y cuya presencia revelaba la inmensa diversidad cultural de México. 

Para aquella generación de creadores era insostenible que la formación de artística se fundamentara todavía en replicar el arte decimonónico europeo, referente del buen gusto durante el porfiriato; ellos habían visto movilizarse a los pueblos de México a lo largo y ancho de toda la geografía nacional, de todos los paisajes y regiones, y habían visto morir en los campos de batalla o frente al pelotón de fusilamiento a combatientes de uno y otro bando, y además abrazaban los ideales de la “revolución”, concepto que no solo tenía una dimensión política sino estética. Las revoluciones sociales en marcha en México y en la recién creada Unión Soviética tenían su correlato en las vanguardias artísticas: cubismo, dadaísmo, futurismo. En México, las vanguardias y los aires de cambio venían manifestándose desde la huelga estudiantil de la academia de San Carlos de 1910 hasta la exposición de arte mexicano, tanto popular como contemporáneo, impulsado por Dr. Atl para conmemorar el Centenario de la Independencia en 1921; contaba entre sus armas con los “Tres llamamientos…” de ese mismo año a los pintores de México lanzado desde Barcelona por Siqueiros, donde ya se hablaba de un arte público propio de un tiempo dinámico, veloz, en transformación. Llamamientos que serían contestados desde la literatura por los poetas Manuel Maples Arce y Germán List Arzubide, convocando a una poesía tan estridente como los tiempos que corrían.

El movimiento muralista que en este año cumple 100 de su nacimiento –si se parte del proceso desarrollado en San Ildefonso como la más esencial expresión de su emergencia– tiene como génesis la ruptura revolucionaria y vanguardista que se propone la creación de un nuevo lenguaje pictórico, de carácter monumental y público, nacional y popular, de hondas raíces en el México antiguo pero también ligado a la cultura popular, la que se representa plásticamente en mercados y pulquerías, zarapes o vasijas y donde se expresa el espíritu de las vanguardias artísticas y las utopías sociales revolucionarias buscan expresar su visión de un nuevo mundo.

Resulta paradójico que un arte tan disruptivo se haya convertido en pieza fundamental del discurso oficial del Estado mexicano y referente infaltable del régimen revolucionario-institucional. El que el muralismo se volviera representación oficial de la historia, sobre todo a partir de Epopeya del pueblo de México de Diego Rivera, en Palacio Nacional, llevó a considerar imprescindible que en cada palacio de gobierno y ayuntamiento se pintara la historia local a partir de una misma lectura escolar de la historia (grandeza prehispánica, oscuridad virreinal, independencia gloriosa, clarividencia liberal y heroica revolución). Esta circunstancia puede hacer pensar a más de uno que el muralismo es sólo una forma de propaganda pedagógica, nacionalista y estatólatra. No es así, el movimiento del muralismo mexicano es la más notable ruptura artística del siglo XX, de un carácter experimental e innovador cuya riqueza y diversidad no se pueden reducir a la obra de un artista ni tampoco a la creación de "tres grandes", tampoco se resume a unas cuantas postales (las más icónicas). Por el contrario, el centenario del muralismo es una gran oportunidad para revalorar su diversidad (la visión de la historia de Rivera, por ejemplo, no coincide con la de Orozco); es también oportunidad de escapar de la visión oficial, de bronce y de piedra, y acercarse a su espíritu rebelde, joven y libertario. La invitación es a ver el muralismo con los ojos de aquellos años de revolución y también con la mirada crítica que nuestro presente necesita.


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