CÚPULA

Juan Antonio Masoliver, poeta, novelista y crítico

El crítico literario, traductor y novelista español ha sido un puente cultural entre méxico y reino unido

CULTURA

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Juan Antonio Masoliver en 2010. Foto: Créditos: Sonia Hernández Hernández. Creative Commons, Wikimedia Commons

Conocí al poeta, novelista y crítico Juan Antonio Masoliver la primera vez que llegué a Londres, en 1981. Su generosidad me ayudó, desde un principio, a adentrarme en esa ciudad que ha sido una de mis patrias, y en su cultura, a la que he correspondido desde entonces. De ahí salió La generación del cordero, la antología de poesía británica que realicé con Carlos López Beltrán, considerada la mejor selección de poesía que existe sobre mi generación en esas islas, y La construcción del poeta moderno, el estudio que realicé sobre T. S. Eliot y Octavio Paz. Sin la vida de sus pubs y sus cervezas, a los que me introdujo Masoliver, mi pensamiento no sería el que es. 

A cada ras de metro de banqueta,

nos encontrábamos, gracias

a su comedimiento y gentileza

y al barrunto de sal de su hosquedad

en un florecimiento hecho de pautas

fijas y a la ligera. Dos o tres conocidos anclaron al principio

la tensión de las velas y así zarpamos.

 

Después, ya casi todo iría viento en popa.

Salir a navegar cada diez días

para ver qué atrapábamos

en el océano de la conversación.

Me recogía en mi casa en Kilburn,

y hacíamos el trayecto en su coche,

como un prólogo acordado.

Dos candeleros puestos en Hampstead nos hacían compañía.

 

Fuimos en contingencia pertinaces.

Compartimos una pinta y una segunda más,

que religiosamente él las pagaba.

Después, sin abandonar el salvavidas del vaso,

mi parte en la amistad, dos medias, yo pedía,

y así nos íbamos, dando que dando.

Sin nervadura ni provecho, yo, sin ton ni son,

me retrasaba cada tarde entre el salir y no salir,

en un revoloteo.

 

Un acarreo de anclas de angustia

como algas varadas en la playa

me impedía avanzar, pegado el vientre a mis frutos adentro,

soliviantado en la violencia,

mientras él esperaba. Y así salía,

regresando siempre al pie de la noche

contento, satisfecho,

a continuar mis días de cubrecama y a cubierto.

 

De pestañas y de fibras y de uñas está hecha la amistad.

De la argamasa dúctil de miopías y persistencia.

Una chamarra alta y unas manos en los bolsillos

en espera, allí siguen. Luego el viaje hacia el pub

y la dorada blonda espuma de la cerveza

amarga hasta la dulzura y el daguerrotipo.

 

Me siento a ver con él el mar en El Masnou,

como si fuera Brighton.

Desde allí oteamos esos espacios abiertos,

los humaderos de los pubs, sobreseídos

en el esfuerzo de uno y otro por entender de qué se trata

el estar aquí, en esta vida.

PAL