CÚPULA

Eduardo Lizalde: de Tigre a Tucán

Una revisión en honor del poeta, figura de las letras, fallecido recientemente

CULTURA

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Eduardo LizaldeCréditos: Abril Cabrera A. / Secretaría de Cultura, Wikimedia Commons

Descubrí a Eduardo Lizalde El Tigre, como quien descubre una tierra ignota. He dicho “descubrí” porque en efecto, leer su poesía es un descubrimiento: nada en el paisaje poético mexicano se le parece, es un ave rara entre las aves canoras de nuestro poético apiario. Leer a El tucán Lizalde es situarse en un universo de nuevo plumaje. Sus poemas son otro modo de decir la tierra a la vista:

“Grande y dorado, amigos, es el odio. / Todo lo grande y lo dorado / viene del odio. / El tiempo es odio. / […] Nacen del odio, mundos, / óleos perfectísimos, revoluciones, / tabacos excelentes / […] Nadie vacila, como en el amor, / a la hora del odio”.

Una nueva manera de nombrar las mismas cosas, así lo anuncia él mismo en su libro Cada cosa es Babel. En el título va intrínseca la idea de que las cosas hablan tantos idiomas como cristales las miran. Y en medio de este relativismo el cristal de Lizalde nos parece tan certero, hay una contundencia irreprochable, la de decir con tanta verdad que “Nadie vacila, como en el amor, / a la hora del odio”.

También hay un ritmo como de oleaje de otro mar, un mar octavo que no había dado tumbos en las playas mexicanas. En cuanto se sintieron sus primeras olas, ese desfile de versos socavó los promontorios mexicanos y ganó con ese nuevo canto un lugar en el sotocoro poético.

Sé que es un atrevimiento decir que el siglo XX nos regaló a dos raras avis de la poesía mexicana: José Carlos Becerra y Eduardo Lizalde. Son de otro mundo, pero no son extraños: Lizalde, que viene de voces de lejanía, nos habla con palabras cercanas y dibuja el mundo con imágenes familiares, como esta pintura doméstica: “Uno se pone a odiar como una fiera, / entonces, / y alguien pasa y le dice vente a cenar, tigrillo, / la leche está caliente”.

La contundencia de Lizalde, su verdad arrasadora, esta que pareciera dicha desde símbolos ajenos y a un tiempo familiares, esta verdad de decir que uno puede darle vueltas y vueltas a las cosas, incluso desvivirse por perseguirlas, más al final de la jornada uno es una bestia que duerme y necesita de arrumacos.

Al ritmo de nuevo mar, a la contundencia irreprochable, al binomio familiar-arcano, se suma una posición existencial ante la vida: creer en una libertad inalienable, la libertad que ni el propio Dios sería capaz de arrebatarnos. En el poema “Caja negra”, la libertad es esa caja que nada ni nadie puede quebrar: 

“Se han de romper las naves, / ha de astillarse el aire como el vidrio corriente, / pero la caja, no. / Dios puede enloquecer y ha de quebrarse al fin / como un volátil superior, / pero la caja, no”.

Ningún poeta en el siglo XX logró conciliar las palabras como lo hizo El tucán Lizalde, por primera vez todos se entendieron en Babel:

“La noche cerraría sobre las almas. / Todos los sueños, toda la sangrienta memoria, / las pasiones más pútridas, / los amores más bellos, / las más altas traiciones, / los estupros más viles, / los delitos incruentos y preciosos / de los amantes perseguidos”.

Nada en la literatura mexicana había antes conjuntado en un solo texto imágenes y palabras tan distantes y disímiles, y, sobre todo, que esta unión diera cuenta de estar ante un universo armonioso, que todas la piezas se hayan recobrado y tengamos finalmente la plenitud de la escena, el matrimonio por fin de la tarántula y la magnolia, junto a “los amores más bellos” están “los estupros más viles”, “los crímenes también de los impuros, toscos / chacales de la urbe” conviven con “los secretos más crueles de la felicidad y del dolor.” 

Con Lizalde se emprendió la aventura de reconciliar las palabras, que es lo mismo que decir la realidad. Reconciliación precaria, se sabe, pero que por un instante del instante nos regala la plenitud.

PAL