CÚPULA

(Alberto)

Hace unos cuantos años, en un infortunado internado de Ciudad Juárez, había una guitarra, un maestro y un niño que ya no podía cargar con su tristeza. ¿Puede todo ese dolor convertirse en canciones? ¿Puede un maestro cambiarle la vida a un niño?

CULTURA

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Una guitarra, un maestro y un niño que ya no podía cargar con su tristeza...Créditos: El Heraldo de México

No conozco ningún internado feliz, aunque creo que éste es el más triste de todos. Es difícil venir aquí y no dejarse arrastrar por un sentimiento de profunda soledad, en este lugar todo huele a desdicha; la puerta de entrada, las escaleras y hasta las ventanas, que no permiten que pase la luz. Ese día llegué tarde al salón donde enseñaba a los niños a tocar la guitarra y el piano, era un lugar que bien podría haber sido parte de una funeraria; un recinto escuálido que yo trataba de alegrar con mi música. En el escritorio del fondo, Alberto lloraba sin parar, casi todos los lunes pasaba lo mismo. Me acerqué a él para intentar consolarlo:

 —¿Estás bien, Alberto?

 Me vio con cara de tristeza y asintió con la cabeza.

 —Pues no te veo muy contento que digamos, ¿por qué no tratamos de componer una canción y así te olvidas
del asunto?

 Alberto empezó a desahogarse:

 —Me encerré con llave en el cuarto de mi mamá y ni así dejó que me quedara con ella. Me dijo que tiene muchos hijos, que no puede hacerse cargo de mí entre semana, que tiene que trabajar, que la señora de la casa no la deja y que lo mejor para mí es este internado. Después llamaron al cerrajero y aquí estoy otra vez.

 —Trata de ver el lado positivo, cada día tocas mejor la guitarra, tienes un oído privilegiado, tal vez algún día puedas componer
una canción.

 Alberto se arrancó las lágrimas con el brazo y me preguntó:

 —Juan, ¿podemos cantar Cucurrucucú paloma?

 Lo miré confundido y le aseguré con un convincente tono de voz:

 —Pero te vas a poner más triste…

 Alberto agarró la guitarra que estaba recostada sobre la mesa y comenzó a tocar y a cantar. Le enseñé la canción la semana pasada y ya la interpretaba como si fuera parte de su repertorio.

 Cuando terminó de cantar le aplaudí emocionado:

 —Pero si apenas la semana pasada te enseñé la canción y ya la tocas como si fueras todo un profesional.

 Me mostró un cuaderno donde había dibujado la guitarra, las cuerdas y las notas de la canción. Me quedé impresionado, tomé la funda de la guitarra y se la entregué también:

 —La guitarra es tuya, yo ya estoy muy viejo para tocarla, te
la regalo.

 La emoción lo invadió por completo, abrazó la guitarra y
me dijo:

 —Gracias, Juan, nunca olvidaré esto.

 Los años pasaron como truenos implacables. Micaela, la directora del internado, abrió un día intempestivamente la puerta del lúgubre salón, que nunca había sido remodelado.

 —¡Juan, te llegó este regalo!

 Abrí la funda. ¡Era la guitarra más hermosa que había visto en mi vida!

También había una carta y boletos para un concierto. Leí la carta en voz alta, Micaela así me lo pidió:

 —Juan, nada me daría más gusto que verte el fin de semana, ¿sí sabes que me puse Juan por ti? La guitarra que me diste y todo lo que me enseñaste cambió mi vida y hoy quiero regalarte una que escogí con gran cuidado como símbolo de mi agradecimiento eterno. Espero a todos los niños del internado en mi concierto. Dile a Mica que la quiero ver bailando el Noa-Noa en primera fila. Tu amigo de toda la vida, Juan Gabriel (Alberto).

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