CÚPULA

Los libros y el paraíso

Los volúmenes no son un sucedáneo de la vida, sino la vida misma; no son un objeto en el universo, sino el universo mismo

CULTURA

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El poeta Ali Chumacero en su biblioteca, ca. 2001Créditos: cortesía Paulina Lavista

Nací y crecí rodeado de libros. Desde niño, cuando el padre Pérez de la Peña me obsequió la versión original de Collodi de Pinocho he vivido mi vida entera dentro de un libro. He leído y acumulado una biblioteca que supera los 30 mil ejemplares, si contamos los que dejé en Puebla y los que he acumulado en Boston. Mi vida entera ha estado relacionada con los libros y sus revelaciones. El hecho de pensar que quien tiene en sus manos los libros de texto gratuitos —o antes las bibliotecas—, y que la lectura por placer es un pasatiempo burgués, que deberíamos enfocarnos en lecturas que nos alertaran sobre la lucha de clases es, por decir lo menos, un trasnochado.

Poco después, a los ocho años, Estela Galicia me abrió el universo entero de la lectura desde la Biblioteca Palafoxiana; su directora de entonces leía tras sus espejuelos frente a la enorme mesa de marquetería. Me preguntó si sabía leer (¡Claro que sabía, que insulto!, pensé). Me tendió una hoja mecanografiada con un poema, después supe que era de Borges, La Rosa. Me estaba grabando. Al final puso la cinta y me dijo: “Ya ves cómo no sabes leer, si quieres ven todos los sábados y te enseño”. Allí empezó mi aventura con las letras, gracias a Estela y su sabiduría. Vino todo Borges, y Contemporáneos, y Lascas, y el Idilio Salvaje, y mucha literatura, y Alfonso Reyes y… bueno. Fui creciendo entre esos ocho años y los 14 en medio de un ambiente riquísimo para un artista cachorro, por así decirlo, a la Dylan Thomas. Estela fue mi mentora. Me enseñó a leer literatura, pero también a comentarla: de la mano de Wolfgang Kaiser y Dámaso Alonso. Me explicó en unas 10 lecciones el Curso de Lingüística, de Saussure. Me llevó a leer mucho más que lo que un joven lector encontraba entonces (Salgari, Dumas, Verne). Me hizo lector y me hizo escritor. Si la Palafoxiana es lo que hoy es, se debe a ella. Una mujer a la que nunca terminaré de pagarle mi deuda de amor, de enseñanza y de perseverancia.  He hecho muchas cosas, pero el hecho de que la Palafoxiana sea Memoria del Mundo de la Unesco es mi máximo galardón, equivalente al oro en las Olimpiadas. 

Detalle de la biblioteca de don Antonio Castro Leal, 1988. (Créditos: cortesía Paulina Lavista)

Borges decía que se imaginaba el paraíso en forma de una biblioteca. No tengo otro Nirvana, otro Shangri-La. Para mí los libros no son un sucedáneo de la vida, sino la vida misma. No son un objeto, un volumen en el universo. Son el universo mismo. Hoy quiero rendir un homenaje al primer escritor que atesoré. Soy más feliz gracias a Dickens. Me ha acompañado desde niño. Primero fue Oliver Twist. La tristeza del huérfano. Luego fue el cuento de navidad y la soledad austera de Scrooge. Después Historia de dos ciudades. Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos. Sus personajes sufren, pero conocen el placer de la curiosa venganza de quedarse con los brazos cruzados. Sus enemigos siempre pierden. Quizá de manera más que irónica en los Cuadernos del Club Pickwick. El Londres apenas posterior a la revolución industrial conoce ya todos los excesos del capitalismo, la vejación y la pobreza, el salvajismo contra el niño, el vagabundo, el asalariado. El que no tiene otra cosa que su trabajo sufre, parece decir todo Dickens. Luego me entusiasmó su biografía, las mujeres-hermanas, la fama. Su amistad con otro genial, Wilkie Collins, sus escapadas a los pubs londinenses, disfrazados, para oír las opiniones de los lectores. Dickens vino a América y no le gustó nada, acaso porque intuyó que en el mundo del dinero no cabe la moral, que es el tema central de sus libros. Diré que me quedo con el libro de Dickens que más he releído, Grandes esperanzas. Otro huérfano, Pip. La vieja solterona, Havishman que quiere vicariamente existir manipulando las vidas de los otros. Estella —que ahora siempre tiene el rostro hermoso y a veces inexpresivo de Gwyneth Pathrow—, a quien Pip termina, tantos dolores después, por regresar, tomados de la mano. He llorado y reído con Dickens, con sus abogados terribles, con todos los que abusan de los niños, que son Legión en sus novelas. He sufrido y amado y me he reconciliado con la vida. Cómo sabía Borges, para quien: “las unidades dickensianas, sus elementos básicos, no son las historias, sino los personajes que afectan las historias, o con más frecuencia aún, los personajes que no afectan las historias”, es el protagonista el que inventa a todos los personajes secundarios. Porque Dickens hace un casting maravilloso, cuando puebla los mundos de sus libros. Siempre que leo a Dickens me siento dentro de un grabado de Piranessi, dentro de un laberinto, una prisión y un espejo”.

PAL