CÚPULA

Cuerda

¿Por qué perdemos la cabeza por amor?, ¿quién define qué es la cordura?, ¿qué pasaría si la genialidad y la locura coincidieran en las habitaciones de un hospital psiquiátrico?

CULTURA

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Cuerda, relatoCréditos: Gustavo A. Ortíz

Nadie sabía por qué estaba aquí, todos éramos víctimas de los otros, esos que no soportaban vernos felices. Leonora había acabado en este lugar en parte por culpa de su padre, pero sobre todo por culpa del amor. No era momento de amar en tiempos de odio, de bayonetas y de crueldad. ¿Cómo se había atrevido a tal locura? ¿Por qué perdía la cabeza por amor? ¡Primero la pintura y ahora dispuesta a todo por salvar a ese! ¡Qué mujer tan absurda, tan loca!, decía su padre.

Y así se le veía deambular sin rumbo, pintando las paredes blancas con su tristeza. Un día me atreví a hablarle, caminé hacia ella sin pisar las rayas e intenté hacerle plática:

 —Mi habitación está junto a la tuya, me he dado cuenta de que por las noches no dejas de llorar. ¿Tienes esquizofrenia?

 Leonora me miró con ternura y contestó en voz baja:

 —Nunca he estado más cuerda. Sabes dónde puedo conseguir hojas blancas y lápices de colores.

 —José, el enfermero, puede conseguir casi cualquier cosa.
¿Tienes con qué pagar? —pregunté.

 Mi nueva amiga me enseñó una pulsera de plata que portaba en la mano derecha.

 —Te puedo prestar, para que no pierdas tu pulsera
—le ofrecí.

 Saqué unos billetes de Monopoly que traía en el bolsillo y se los entregué.

 —Con esto te alcanzará— le dije entre carcajadas.

Soltó una risa llena de vida y en tono de broma replicó:

 —¡Qué generosidad! Muchas gracias.

 —Nunca te fíes de un loco— contesté guiñándole un ojo. Después guiñé el otro, porque si no lo hacía podría traerme complicaciones. Es verdad que soy un poco supersticioso y por eso cuando me acuesto debo voltear la almohada cuatro veces para revisar si no hay algún insecto que se me meta al cerebro.

 —Están más locos los de afuera— me aseguró
Leonora.

 Leonora Carrington y yo nos volvimos amigos desde ese día, hasta me regaló un dibujo impresionante de unos caballos blancos que guardo bajo llave, en mi buró, porque no confío mucho en la gente de este lugar; especialmente desconfío de algunas batas blancas que se regodean con su poder.

—¿Dónde está Leonora? ¡Tú la ayudaste a escapar! ¿Dónde está? — me preguntó a gritos el dueño del hospital psiquiátrico, a continuación, hizo varias señas y me amenazó con la terapia de electrochoques.

—Pintando. Leonora debe de estar pintando
—contesté con una sonrisa llena de ironía, ¡surrealista!, diría yo.