CÚPULA

Sergio Zaldívar Guerra, respeto, libertad e ingenio

El arquitecto que salvó del hundimiento la Catedral, desarrolló el severo carácter de quien debe escuchar y negociar

CULTURA

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Sergio Zaldívar Guerra. (Foto: Cortesía)

Nació en la Ciudad de México en 1934. Estudió Arquitectura en la antigua Academia de San Carlos y la recién inaugurada CU no le fue ajena. El Pájaro, como no le disgustaba ser llamado, fue por breve tiempo maestro en la conservadora Universidad Autónoma de Guadalajara. Rápido consiguió una beca del gobierno italiano para, en la Sapienza, Roma, especializarse en restauración. Fue la idéntica trayectoria de, al menos, Luis Ortiz Macedo y Jaime Ortiz Lajous. Pero, también lo anterior equivale a decir que se entrenó en los rudimentos de su oficio transitando de la antigüedad a la modernidad y al adentrarse en la restauración tuvo la oportunidad de conocer en San Ivo, majestuoso edificio de Borromini, el espacio de su capilla cubierta por aquella cúpula cóncavo-convexa que se dilata y contrae. En cambio, no fue común su decisión de comprar una Vespa y una colchoneta inflable para alzar el vuelo y recorrer cerca de 27 mil kilómetros. Visitó toda la Europa a su alcance, durmiendo en albergues baratos, en la calle o en algún bosque. Lo definieron la conciliación entre el respeto a los monumentos y la modernidad, la libertad, apertura de mente, el ingenio y el rechazo a lo establecido. Sin embargo, defender esos valores le trajo amarguras.

Al volver a México, Zaldívar fue subdirector de Construcción del CAPFCE. Fue director de Monumentos Coloniales del INAH en 1971. Inició los trabajos de restauración de la Catedral Metropolitana, luego del incendio del Altar del Perdón en 1967. Hacia 1986 se desempeñaba como director de Sitios y Monumentos de Patrimonio Cultural, dependencia que transitó de la Sedue a Sedesol, SEP y Conaculta. Entonces lo conocí. Llegué ahí a editar un libro sobre la restauración de la parroquia de Cuautinchan, Puebla, con los queridos arquitectos Fernando López Carmona, Fernando Pineda, Javier Villalobos y Antinea Blanco. Zaldívar sostenía sobre sus hombros una responsabilidad federal mayúscula. Para entonces había desarrollado el severo carácter de quien debe escuchar, sabe delegar, encargar trabajos, negociar con los políticos, tanto riesgos como presupuestos, y tomar las responsabilidades técnicas y administrativas, a la vez que se daba tiempo para el fin de año recorrer las oficinas de cada uno de nosotros. Ahí fui testigo de cómo, ante el fabuloso retablo del siglo XVI en Cuautinchan, que se encontró sostenido de milagro, él dejó en total libertad a López Carmona, quien ideó una enorme prótesis metálica posterior, cuyas múltiples piezas no podían exceder los 80 centímetros, para meterlas por un paso de gato, y atornillarlas en el interior.

En 1989 apareció una gran grieta en las bóvedas del crucero de la Catedral, misma que corría desde la zona oriente hasta la que cubre el Altar de los Reyes. La Ciudad de México al hundirse por la extracción de agua arrastra todo, pero en el caso de nuestro mayor templo colonial, el problema es que lo hace diferencialmente. Zalvídar formó otra parvada, a la que llamó Comité Asesor: Enrique Tamez, Enrique Santoyo, 

Fernando López Carmona y Roberto Meli. Sin entrar en detalles, diré que a la Catedral ya le habían hecho todo lo posible para remediar sus males. Se imponía una intervención imaginativa y nueva. Se logró demostrar que durante su largo proceso constructivo se corrigieron sus hundimientos. Adicionalmente se debía hacer aquella intervención sin cerrar el edificio al culto y allegándose la comprensión de los visitantes. Se discurrió subexcavarla en determinados puntos para enderezar sus 127 mil toneladas de peso. Hubo de apuntalarse todo el templo interiormente con la finalidad de moverlo como cuerpo rígido. En el crucero se colocó un péndulo con una línea del tiempo que de modo didáctico explicaba su hundimiento entre los siglos XVI y XX y cómo se estaba revirtiendo para que bajara parejo. Aquello fue contundente. Ahí, hacia 1995, volví a ver al arquitecto Zaldívar. Los trabajos de corrección geométrica de la Catedral avanzaban ante la simpatía cada vez mayor de legos y especialistas. El compromiso final de esas decisiones era de Zaldívar, quien para entonces ya había agregado a su carácter cierta rispidez que lo hacía de pronto atizar certeros picotazos. Él logró frente a Luis Donaldo Colosio hacer que los presupuestos de Catedral fueran multianuales, con lo que las obras tuvieron continuidad. Entonces, en alguna visita que le hice a López Carmona, al entender el trabajo estructural de sunchar esa mole de mampostería, monitoreando a la vez los movimientos inducidos en el subsuelo, le platiqué de los expedientes que con Guillermo Tovar de Teresa habíamos revisado en el AGN sobre una experiencia similar de hundimiento e inyección del subsuelo en el Palacio de Bellas Artes, entre 1907 y 1913. Mi audacia, pues por entonces uno hace cosas más por atrevido que por sabio, me valió ser incorporado a ese flamante equipo como historiador con Santoyo. Ahí viví experiencias deliciosas y aprendí mucho más que en la escuela. Pero lo que importa destacar es cómo Zaldívar otorgaba a su Consejo Asesor la libertad para investigar, proponer, ser imaginativos, arriesgar, solucionar, asumiendo siempre la responsabilidad de, al evaluar los riesgos y beneficios, tomar las decisiones finales.

CARMEN PARRA. Vista del frente de la Catedral (atardecer), s/f. Foto: Bob Schalkwik. (Foto: Cortesía de Carmen Parra)

Él fue representante de México en diversos foros sobre monumentos: en París, Francia y Brno, Checoslovaquia en 1972. Reubicó la estatua ecuestre de Carlos IV en 1979. Fue el Conservador del Palacio Nacional entre 1994 y 2000. Obtuvo el Premio Federico Sesscose en 2009. 

Fue asesor junto con Santoyo para los trabajos en la Torre de Pisa, en los cuales si se observa el lastre que los italianos le colocaron, puede, por contraste, evaluarse la elegancia de lo realizado en nuestra Catedral.

En 1995 empezamos a platicar. Me mantuve a prudente distancia, dadas las anécdotas que circulaban sobre su carácter, hasta que en 2013 leí sus experiencias contadas desde el corazón sobre lo que para él implicó dirigir esos grupos de trabajo y lograr que todos vieran hacia el mismo objetivo. Le dije en público que “cualquier texto es autobiográfico y suelen contener declaraciones de principios”. Después de aquel día dejé de ver al severo hombre que conocí en 1986, para descubrir al arquitecto que sabía los riesgos que implica tomar el mando, dirigir coordinadamente a su parvada, reconocer sus limitaciones, buscar ayuda, comprometerse y defender sus convicciones, a la vez que humilde, ponerse a estudiar un problema para resolverlo.

CARMEN PARRA. Catedral con palomas, s/f. Óleo sobre tela. Foto: Bob Schalkwyik. (Foto: Cortesía de Carmen Parra)

Por Xavier Guzmán Urbiola

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