CÚPULA

Los últimos años del propagandista

Con autorización de Alfaguara, ofrecemos un adelanto de Lo que no sabe Medea, libro póstumo del autor, sobre la figura de Joseph Goebbels

CULTURA

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Ignacio Padilla falleció en agosto de 2016.Créditos: Cortesía

Giovanna: el lugar de tus apariciones

Aviones, grullas, quizá palomas. Una parvada alucinante de figuras de papel me abraza mientras caigo en el vacío, tan despacio que el aire podría ser agua, y las papirolas, peces que me empujan hacia abajo. Cuando estoy por tocar fondo abro los ojos y me incorporo bruscamente en una habitación que desconozco. Me incomoda no reconocer la cama en la que yazgo ni el techo que me cubre, ni siquiera la mente que me piensa. Me inunda por instantes el temor de que se me haya hecho tarde para bajar a la calle, donde creo que me aguarda el coche que me conducirá a la sierra. Distingo entonces mis zapatos en el suelo y, sobre una silla, mi camisa manchada con algo que no sé si es sangre o barro; leo en el reloj despertador que son apenas las cinco de la madrugada y por fin comprendo que mis sueños de papirolas y barrancos no son presagios sino reminiscencias de cosas que viví el día de ayer en una aldea de espanto llamada Malombrosa.

Me apresuro a despejar mi irrealidad de pesadilla rescatando la solidez de lo que me rodea: el tapiz floreado sobre una pared que presiento muy blanca, la cama en la que me derrumbé hace apenas unas horas, la puerta entornada del baño, las maletas que el botones colocó sobre un bastidor que todavía me parece demasiado frágil para sostenerlas. Erguido al fin en este lecho elegante y seco, procuro acompasar mi aliento con la calma de la noche citadina. Más que al cansancio de esta última jornada, decido atribuir mi confusión horaria y mi mal sueño al influjo de un resplandor eléctrico que entra por la ventana como queriendo desbaratar las pocas certezas que aún pudieran restarme: tanta luz en horas tan oscuras me habrá encabritado la mala yegua de la fiebre.

Apelmazado en sudor intento convencerme de que estoy a salvo, aunque no sabría decir hasta cuándo o de qué. Te has librado, me digo, estás entero y a salvo en un hotel de Milán. Pero mi propia voz no acaba de convencerme, no me parece cierta ni mía: ya soy otro, me ha usurpado la conciencia de otro hombre. No soy más que una oquedad donde una voz ajena a mí retumba te equivocas, Herbert Quandt, aún estás en Malombrosa, y lo que ahora crees que eres es sólo un estertor, la reverberación de un hombre que agoniza, la proyección ansiosa de lo que hubiera sido de ti si no hubieses muerto ayer mismo en el corazón viscoso de la serranía lombarda. Acéptalo, me insiste la voz del otro, acéptalo y entiende de una buena vez que no eres más que el deseo que tuvo anoche un moribundo de escapar a su destino; eres la pura ansia de un retorno a casa que no ocurrió jamás porque allá quedaste, Herbert Quandt, aniquilado en el fondo de un barranco, expuesto al hambre de los lobos, amortajado con abrojos y avioncitos de inesperado papel.

Calma, estoy despierto, me digo. Y extiendo la mano para

alcanzar mis cigarros y el encendedor de oro que en mala hora me heredó mi padre. Recuerdo entonces que dejé de fumar hace diez años, cuando murió mi hermano Harald, y que el encendedor lo perdí en una apuesta alcoholizada en Mónaco. Recordar tales cosas me apacigua porque me confirma que aún existo y que estoy aquí. Invoco ahora otras escenas de

mi vida, las recito y me aferro a ellas para ubicar en qué día y

en qué lugar preciso me encuentro. Vuelvo a decirme que estoy despierto, ahora con más bríos, más consciente y más seguro en esta habitación de techos altos, ya lúcido y afortunadamente lejos de las lunas negras y los marchitos saucos de Malombrosa. Aquí nadie esperará que te hundas o te pierdas tras los pasos de Hedwig Johanna Goebbels, o de quien crees que fue Hedda Goebbels...

PAL