CÚPULA

El herrero Eduardo Chillida

Las esculturas del artista, en especial las de los 50, inspiran una compleja reflexión estética

CULTURA

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VISIÓN. Eduardo Chillida. El peine del viento, 1977. Bahía de la Concha, San Sebastián, EspañaCréditos: Especial

En su adolescencia, Eduardo Chillida se dedicó al arte del futbol; ya con 18 años fue nombrado portero titular del equipo Real Sociedad, en la primera división española. Una lesión grave de la rodilla terminó su carrera deportiva, pero abrió el paso a un desarrollo artístico extraordinario en la historia de la escultura del siglo XX. Primero entrenó sus manos para detener la pelota en la cancha de futbol y posteriormente las utilizó para liberar formas escultóricas de la materia prima. Entre el futbol y la escultura, Chillida brevemente estudió arquitectura en Madrid, sin terminar. Fue a París para explorar las opciones plásticas de los materiales; pero, como dijo Gaston Bachelard, “más que moldear, él quería desbastar” (La Jornada Semanal, 1/9/2002, p. 3); es decir, dejó atrás las técnicas tradicionales de cincelar la piedra para aprender a formar y forjar los metales. Cuando regresó a su ciudad natal San Sebastián, en 1951, el herrero Manuel Illaramendi le enseñó cómo trabajar con una materia dura y resistente las imaginaciones artísticas. Aunque Chillida, durante su carrera, formó esculturas en madera, barro, alabastro, granito y hormigón, la fragua se convirtió en el lugar de su creatividad estética. 

Entre julio y octubre de 2002, el público mexicano tuvo la oportunidad de conocer algunas facetas de la obra de Chillida, quien ya en 1958 había ganado el premio de escultura en la Bienal de Venecia y participado cuatro veces en la Documenta de Kassel. Durante el lapso de esta exposición, Chillida, quien sufrió la terrible enfermedad de Alzheimer, murió. Así, la exposición se convirtió en el requiem estético de una obra que sobresale en la historia del arte del siglo pasado. Desafortunadamente, los espacios del museo limitaron la presentación de la creatividad artística de Chillida, porque sus mejores obras se encuentran al aire libre, en un diálogo intenso con sus ambientes. 

Algunas fotografías —expuestas en el Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México— de El peine del viento sólo documentaron el aspecto visual de la obra, pero no sus cualidades táctiles y acústicas. Basado en una idea de 1952, Chillida instaló en 1977 tres grandes y pesadas vigas de hierro formadas como tenazas en los acantilados de una bahía en San Sebastián. Estos “peines” enfrentan a las olas permanentes del mar y a los fuertes vientos del noroeste y engendran sonidos silbantes. En esta sinestesia se articula un concepto del romanticismo: una obra de arte interpreta e intensifica lo sublime de la naturaleza. Es una instalación viva que marca las colisiones “salvajes” de la naturaleza: entre lo infinito del mar y lo limitante de las rocas. Al visitante de El peine del viento se le explica, de manera instantánea, la dialéctica eterna de fijar y liberar, que es un motivo continuo en la obra de Chillida. El “peine” es una obra paradigmática para Chillida, no sólo porque manifiesta su fascinación por lo arcaico de un ecosistema marítimo, sino también porque demuestra un principio estético retomado de la lógica musical de Johann Sebastian Bach. Las fugas y suites del compositor barroco generan desde un principio básico constructivo una gran variación de formas. Chillida, quien explícitamente se refirió a Bach, creó sus esculturas de manera parecida: desde un fondo de formas simples, arcaicas, desarrolló creaciones plásticas específicas, adaptadas al topos (como lugar y tema).

MAESTRO. Eduardo Chillida en su estudio, 1963. (Créditos: Zabalaga-Leku)

Las esculturas de Chillida, especialmente las de los años 50, inspiran una compleja reflexión estética. La lucha del escultor con los metales pesados y maderas resistentes está presente, de manera más directa, en los volúmenes ahuecados y las texturas rugosas de numerosas piezas, llegando a formas tan poéticas como Yunque de sueños (1954). Esta estética povera, de la cual también aprendió mucho Mathias Goeritz, se originó en la forja de San Sebastián. Menor potencial para la formación estética de Chillida, creo yo, contienen los trabajos en papel, dibujos y collages; probablemente le servían más como subproductos para la venta en galerías privadas, destinados a un público sin fondos para adquirir y sin espacios disponibles para colocar una escultura. Sin embargo, los trabajos en papel también, a pesar de su carácter decorativo (adecuado a la sala del burgués ilustrado-moderno), reflejan el mundo pictórico de Chillida, su manejo minimalista y sublimado con formas, texturas y colores.          

FORMAS. Eduardo Chillida. El peine del viento, 1977. Bahía de la Concha, San Sebastián, España.

La última obra de Chillida, no realizada —y no presentada en la exposición del Palacio de Bellas Artes, hace 20 años—, articuló algunos principios claves del artista: el “arquitecto” de la forma vacía, que de varias maneras perforó las entidades masivas con laberintos y caminos, quería “excavar” la montaña volcánica Tindayo en la isla canaria de Fuerteventura. Aquí, en este mega-proyecto artístico, detenido con cierta razón por los ecologistas, aparece la dicotomía paradigmática de Chillida entre el culto a la fuerza arcaica de la tierra y su radical interpretación artística. Accesible por galerías subterráneas, la “Montaña vacía” se hubiera abierto como un espacio interno de 40m3, iluminado por dos pozos de ventilación hacia el mar y el cielo. En esta escultura de profundidad megalómana se articula una búsqueda de lo arcaico, lo que caracteriza muchas de las obras de Chillida; pero esta cueva también parece como el mega-mausoleo de un artista que se perdió en las tinieblas del Alzheimer.

PAL