CÚPULA

Manuel Álvarez Bravo, el artista pictórico

La cercanía del fotógrafo con los muralistas y pintores configuró su mirada

CULTURA

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Manuel Álvarez Bravo. Autorretrato, 1980Créditos: El Heraldo de México

La última vez que visité a Andrés Henestrosa (1906-2008) en su casa de las Águilas, tuvimos una conversación dubitativa sobre cómo se ha escrito la historia del arte mexicano; por un lado, desde una innecesaria legitimación de identificar a los artistas bajo la sombra de un referente internacional o la preferida del campo artístico nacional, en la que un autor extranjero, francés o estadounidense, por gusto colonial es el censor autorizado en esta narrativa.

En 2007 tuvimos esta charla prolongada, a diferencia de las anteriores, siempre supeditadas a su agenda. Nos unía de manera muy potente nuestras raíces zapotecas y, sobre todo, mi incesante curiosidad juvenil y el gusto de Andrés por rememorar. En aquella ocasión, platicamos sobre los contemporáneos, sin embargo, se fue decantando ese entrecruce de recuerdos, en dos personajes, Lola Álvarez Bravo y Salvador Novo. Y ahora, para escribir este artículo sobre Manuel Álvarez Bravo, recuerdo esta charla.

Manuel Álvarez Bravo. Retrato de María Asúnsolo. (Créditos: cortesía Museo Nacional de Arte, INBAL, Secretaría de Cultura)

Escribir de la obra de Manuel Álvarez Bravo (1902-2002) es hablar de un artista que encontró en el lenguaje fotográfico la posibilidad de pintar; uno de los primeros sucesos artísticos en el panorama nacional en que lo pictórico irrumpe en los medios no tradicionales de la pintura.

La cercanía del artista con los muralistas mexicanos y, desde más joven, con otros pintores, fue la ocasión en que el artista configuró su mirada; más allá de la perspectiva y la composición, fue la de configurar un pensamiento estético del cuerpo, en relación con el mundo, empezando por su propia relación con los objetos, personajes y paisajes que capturó.

Obras como Ondas de papel (1928) y La buena fama durmiendo (1939) que participó en la exposición surrealista organizada por el escritor y poeta André Bretón en la Galería de Arte Mexicano, con Inés Amor, más allá de sus cualidades formales o diálogo con las vanguardias europeas; muestran el interés del artista de la puesta en escena de la ideología revolucionaria que encontraba en las raíces de lo mexicano, su fuerza de forjar una identidad emancipada de las visiones occidentales.

Manuel Álvarez Bravo. El ensueño, 1931. (Créditos: Manuel Álvarez Bravo)

Fue un intelectual actualizado en las discusiones estéticas de su momento, así como un interlocutor con agentes creativos internacionales, lo que afianzó más su identidad que articuló con su infancia en el Centro Histórico de la Ciudad de México: la arquitectura, los tianguis, los detritos prehispánicos y la efervescencia revolucionaria.

Si Saturnino Herrán (1887-1918) fue el eslabón entre la academia y el modernismo, Álvarez Bravo lo fue del modernismo a lo contemporáneo, en cuanto la implicación conceptual de la imagen, más allá de la búsqueda formal, aun cuando ésta es innegable como una de las cualidades de la obra del artista; su dominio técnico de lo fotográfico, la plata sobre gelatina y su precisión cromática que abarca los rangos cromáticos entre lo blanco y lo negro fue una excelso medio con su discurso mexicano que abrevó en los gestos pictóricos de su fotografía.

Y cómo aquella vez me comentó Andrés Henestrosa: yo pertenecí a una generación en la que los hombres fueron dispersados por una profunda necesidad de redescubrir una identidad que, hasta la fecha, desborda cualquier intento por entender lo que significa el arte mexicano, más allá de nacionalismos y momentos históricos. 

La hija de los bailarines, 1933. (Créditos: Manuel Álvarez Bravo)

La creación de Manuel Álvarez Bravo no puede limitarse al acercamiento a su obra como un arte nacionalista y no se puede entender sin la trascendencia cultural que ha enmarcado a los artistas mexicanos.

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