CÚPULA

La Ruta de la Amistad en la Olimpiada cultural México 68

Pedro Ramírez Vázquez, presidente del comité organizador de los Juegos, sedejó persuadir por Mathias Goeritz para crear un trazo escultórico

CULTURA

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ICONO. Alexander Calder. Sol rojo, Ruta de la amistad, 1968. Escultura en la plaza principal del Estadio Azteca. Foto: Aztec 1989. Wikimedia CommonsCréditos: Foto: Aztec 1989. Wikimedia Commons

Las Olimpiadas de México en 1968, se prepararon y celebraron en un ambiente de optimismo, hoy lo sabemos, al final del llamado “desarrollo estabilizador”. Fueron pioneras en muchos aspectos: por primera vez se llevaron a cabo en Latinoamérica, por primera vez se transmitieron vía satélite y, por primera vez, una mujer portó la antorcha olímpica en la inauguración. Muchos otros fueron sus signos de modernidad, pero también de anacronismo. Nación de contrastes, se inauguraron para celebrar la fraternidad diez días después del 2 de octubre.

Haciendo a un lado las competencias deportivas y las efemérides que no se olvidan, pondré aquí el acento en otro tema. Por vez primera una justa de este tipo se acompañó de una “Olimpiada cultural”. Durante más de cuatro años, el país se preparó. Los niños de entonces recordamos que los eventos iniciaron desde enero, y que, los selectos asistentes a la Ceremonia de Teotihuacán, la calificaron de “apoteósica”. En cambio, entre el 12 y el 27 de octubre la clase media pudimos concurrir, por ejemplo, a la Arena México a escuchar al poeta ruso Yevgueni Evtuchenko, quien hizo el esfuerzo de hablar español; mirar El atleta cósmico de Salvador Dalí, expuesto en el Museo de Arte Moderno (MAM); u oír a Ella Fitzgerald, quien bañada en sudor, más que cantar nos tocó el alma. 

La capital lucía como nunca iluminada por las noches, aunque no era Navidad, con enormes judas o casetas informativas por doquier. Los edificios y glorietas con banderolas, los camellones con flores. Las carreras tras bambalinas para tener todo a punto fueron considerables. También se improvisó mucho para que niños y adultos disfrutáramos al país que teníamos la dicha de pertenecer y, como parte de esa imagen que se quería mostrar al mundo, Pedro Ramírez Vázquez (nombrado apenas en 1966, presidente del Comité Organizador de la Olimpiada) se dejó persuadir por Mathias Goeritz para gestionar y construir una “ruta de la amistad escultórica”. Así mismo, Eduardo Terrazas no fue ajeno a esa iniciativa y debe dársele crédito.

Goeritz invitó a escultores destacados, quienes aceptaron, no solo asistir a un congreso, sino a realizar una obra de equipamiento urbano en la capital. Se trató, entre otros, de Herbert Bayer, Alexander Calder, Kiyoshi Takahashi, Gonzalo Fonseca, Constantino Nivola, Oliver Seguin, Miloslav Chlupac, Jaques Moeschal, Clement Meadmore, Grzegorz Kowalski, Pierre Székely y de entre los mexicanos destacaron un par de mujeres, Ángela Gurría y Helen Escobedo, al igual que Germán Cueto. Sumaron 19.

Se discurrió que a lo largo de una vía primaria recién abierta, el anillo periférico, que unió San Ángel con Xochimilco, se colocarían esas grandes piezas para que articularan la expansión de la ciudad y acompañaran a los visitantes señalando, con un sendero artístico, el camino para llegar a Cuemanco. Ahí se hallaban los canales para las competencias de remo. Eran una verdadera ruta, permítaseme insistir, con 17 kilómetros y donde las obras se ubicaron cada mil 500 metros.

Pero la improvisación, no me lo explico de otra forma, hizo que las esculturas se colocaran por una decisión “de restirador”, unas en terrenos federales, si cayeron en camellones de la vía primaria; en terrenos municipales, si fueron ubicadas en banquetas, remanentes o equipamientos de las cuatro delegaciones por donde cruzó el periférico (Álvaro Obregón, Coyoacán, Tlalpan y Xochimilco); en terrenos privados; ejidales y entre milpas, lo recuerdo claramente; incluso, caso insólito, una fue asentada sobre una propiedad federal harto singular: la cúspide de la pirámide prehispánica recién abierta al público en Villa Olímpica: Disco solar de Moeschal. Por último, tres se hallaron fuera de la ruta misma: El sol rojo, de Calder, en el Estadio Azteca; La Osa Mayor, de Goeritz, en el Palacio de los Deportes; y Hombre corriendo, de Cueto, en CU. Si la tierra donde se asentaron fue tan dispar, ¿quién se responsabilizaría de cada una y del conjunto? Implicó una labor persuasiva y diplomática de años lograr que algunos particulares devolvieran a la ciudad las esculturas de Italia, El hombre de paz, de Nivola, y de Australia: Janus, de Meadmore.

Todas se levantaron con estructuras metálicas y diversos acabados, predominando el concreto. Las hay geométricas u orgánicas. Su calidad es variable y cada quien tendrá sus favoritas. Para mi destaca la de Calder, realizada íntegramente con placas de acero soldadas, mismas que son la abstracción de un amanecer con sus colores contrastantes; Muro articulado de Bayer, con su giro de estrictos prismas ascendientes; Reloj solar de Kowalski, felices conos truncados que se acomodan y dialogan entre sí; Las tres gracias de Chlupac, verticales dólmenes que mezclan su contundencia vertical con una organicidad que los roza.

La visión original de esas formas de geometrías simples y colores vivos, recortándose contra un cielo dramático, la lava del Pedregal y entre maizales, por desgracia pronto desapareció. Nadie previó el crecimiento urbano que una vialidad primaria traería consigo. Los terrenos colindantes al periférico fueron devorados por la especulación en un santiamén; viejos pueblos, San Jerónimo, Tlalpan y Xochimilco, se conurbaron.

Javier Ramírez Campuzano y Luis Javier de la Torre, del Patronato Ruta de la Amistad, han realizado un gran esfuerzo para preservar ese magnífico patrimonio desde hace más de 25 años, cuando nadie se ocupaba de él. Hoy toca al INBA, la instancia normativa federal competente, coordinar a cuatro alcaldías, por lo menos, para responsabilizarlas del legado que representan esas esculturas urbanas. Hoy toca armonizar los naturales programas de crecimiento de la ciudad con el cuidado a nuestra infraestructura artística. Hoy toca darles mantenimiento regular, y hoy toca no moverlas más, pues dejaron de formar una ruta, a menos que, en un gran acto de conciencia, todos los involucrados volvamos a establecer ese fantástico sendero escultórico. 

Por Xavier Guzmán Urbiola

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