CÚPULA

Gente que no conozco; selección de poemas inéditos

Aún sin publicar, estos poemas revelan presencias y lugares aparentemente comunes, pero envueltos de cierto aire misterioso

CULTURA

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Oaxaqueña de nacimiento, Sabina Orozco fue becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas en el área de Narrativa. Foto: CortesíaCréditos: Cortesía

La siguiente selección de poemas inéditos explora la familiaridad en lo ajeno, así como los reencuentros con personas y lugares que se trasladan de manera paulatina al ámbito de lo extraño. Asimismo, esta indagación señala la impotencia ante los cambios ejercidos por el tiempo en los vínculos humanos.

 

RODOLFO

Miro los ojos de los muertos,

al padre de mi padre

que intenta guardarse a sí mismo

en blanco y negro

con las manos en los bolsillos del pantalón.

Imposible descifrar si su gesto

es de quien tiene miedo

o el sol le pega directamente a la cara.

La luz y la felicidad en exceso me incomodan,

prefiero los retratos de personas

que ofrecen su más honesta desconfianza

segundos antes de que alguien

presione el obturador.

 

REUNIÓN. Jules Carp, Rumours. Acrílico sobre tela, 2020. Cortesía: Jules Carp.

 

HABLABAS DE TIJUANA

La alegría nos deshojó la boca

al andar por calles que para ti son nuevas

y recorrí tantas veces de la mano de otros.

Quise que la banqueta fuera larguísima

y siguieras contando historias

de gente que no conozco:

varias ellas en una ciudad a la que nunca iré

a pesar de nuestros planes.

En el camino deseaba

cuerpos que jamás he visto,

sonaban cálidos y se humedecían

en tus palabras.

Un día regresarás a esas calles

enseñando los dientes:

pétalos puntiagudos en tu sonrisa.

Llevarás a casa a otra persona

contándole de mí,

de haber olvidado por qué nos empeñamos

en volver a pie al salir del bar.

Nombrarme te causará un piquetito

a la mitad del pecho,

una espina en el instante

de su primer abrazo.

 

NÚMERO NO RECONOCIDO

Su voz se abrió del otro lado de la línea

igual a una bolsa de papel

donde se guarda más de lo que debe cargarse.

Había pedido las compras, pero el timbre no servía.

Al llegar debían marcarle o dar golpes a la puerta.

También necesitaba otra caja de cigarros

y un par de manzanas ni grandes ni pequeñas:

a esa edad una tiene el derecho de exigir

que todo se amolde a sus manos.

Al oírla temí por el futuro de mis dedos

arañas que en su vejez bailarán enloquecidas

anticipando la muerte en el teléfono.

Me harán llamar a extraños por error,

interrumpirlos un domingo cualquiera

para leerles la lista del supermercado.

 

TIENDA DE MASCOTAS

La bolsa en su hombro le impidió verme.

Había ido a comprar alimento

para un perro que lleva al parque

donde solíamos sentarnos

a fumar cerca de hombres

domesticados por labradores

y niños de pelo brillante.

Dudo si el que sale de la tienda

aún es el mismo que me cargó

cuando tropecé

de regreso a su departamento.

Creíamos en la naturaleza

de los accidentes:

festejar los lunes,

cruzar calles a oscuras

guiados por el instinto

de volver a la cama

para que nos recibiera

como a sus crías por la noche.

Pesa saber

que unos kilos de croquetas

han reemplazado

nuestra antigua vocación

de enfrentar las torceduras

y el resto de la vida

a la ligera.

 

RUTITA TETRA PAK

La abuela insiste en sembrarme un duraznito

que todos quieran morder,

perpetuar el sabor a almíbar

heredado por generaciones.

Mis primas ofrecen canastas

a punto de romperse en Año Nuevo,

de ahí sacan peras y granadas

que todos manosean

por costumbre familiar,

adivinan a través del tacto

el color de la tierra y las semillas.

En tiempos de cosecha

visito el supermercado,

lleno el carrito de latas

y empaques de aluminio.

Nadie conocerá mis frutos,

en casa no tengo espacio para un huerto,

apenas caben los libros y la ropa,

el refrigerador que guarda el jugo

listo para beberse de la caja.

 

GLORIETA SCOP

Tengo talento para llorar

en lugares públicos,

quebrarme al borde de las fuentes

donde el agua y yo

nos entendemos.

Los niños en triciclo

pedalean alrededor,

se vuelven manecillas

encargadas del compás

de la tristeza.

A veces se detienen

con el asombro

de quien ha visto un roedor

que baja de los árboles.

Si los padres se dan cuenta

van al rescate de sus hijos,

les hablan al oído

mientras me señalan,

como si la infelicidad

pusiera en peligro

el verdadero ritmo

de los parques.

Por Sabina Orozco

PAL