FRANÇOIS TRUFFAUT

El cine de François Truffaut: aspectos del amor

Para el realizador francés, sin el amor no somos nada; ese sentimiento fue el tema favorito de su filmografía y una parte esencial de su vida: desde la infancia hasta su muerte

CULTURA

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FRANÇOIS TRUFFAUT. 1963. Archivo Nacional de Brasil. Wikimedia Commons.Créditos: Cortesía

Si existe un retratista, o más bien, un teórico acerca de las infinitas posibilidades del amor en el cine, ese es François Truffaut. Un realizador del cual siempre hay que hablar en tiempo presente, sin importar su prematura muerte, en 1984, a los 52 años. Los años pasan y sus reflexiones acerca del amor resuenan fuerte en el ánimo de todos aquellos que buscan y no encuentran o que creen encontrarlo para después salir huyendo despavoridos. En su vida personal y en su filmografía, que abarca entre 1955 y 1983, Truffaut buscó siempre un amor a su medida, más allá de las convenciones sociales de su tiempo. Entre las mujeres que compartieron su vida se encuentran algunas de las actrices más importantes del cine europeo, de Jeanne Moreau a Catherine Deneuve, de Françoise Dorleac a Jacqueline Bisset, de Julie Christie a Fanny Ardant. Ellas lo recuerdan siempre con cariño, apreciando su enorme sensibilidad artística y una personalidad rebelde que se volvía fugitiva cuando la sombra del compromiso aparecía.

Su odisea por el amor inició desde niño. Jeanine de Montferrand, su madre, le concibió en difíciles condiciones y nunca supo demostrarle al niño el amor que necesitaba. Podemos ver estos duros años de desamor materno en la ópera prima del cineasta, Los 400 golpes (1959), que inaugura la saga de su alter ego fílmico, Antoine Doinel. Ante el fallido amor materno y el nulo calor de hogar, el futuro realizador encontró el amor en los libros y en la oscuridad de las salas de cine. Su adolescencia transcurre entre el reformatorio y el servicio militar para reafirmar el carácter que culmina en un fiasco. En algunas películas, Truffaut se asoma al romance primigenio, ese que ilumina la pubertad y cuyo final abre las puertas a la madurez. El soñador Doinel, en el cortometraje Antoine y Colette (1962), se enamora por primera vez, pero su carácter romántico aburre a la chica, ávida de emociones fuertes. Los niños casi adolescentes de La piel dura (1976) descubren que las chicas son bastante atractivas entre las butacas del cine local o en el campamento de verano, atmósfera ideal para descubrir nuevas sensaciones. En el caso de El niño salvaje (1970), el amor hacia un infante en condiciones ferales se expresa en la figura del pedagogo francés Jean Itard y sus esfuerzos por hacer de su pupilo no solamente un ser civilizado, sino un ser humano provisto de un alma. El cine de Truffaut propuso al mundo entero nuevas formas de practicar el amor. Aunque ambientadas en la Europa de entreguerras, Jules y Jim (1962) propone un triángulo amoroso cuyo epicentro emocional recae en una mujer que ama por igual a dos hombres que deberán superar celos, masculinidades y el qué dirán de la sociedad, si quieren sobrevivir a la experiencia.

Sin duda, una afrenta para los amorosos de los años 60, quienes despertaban a una década de cambios sociales que llevaron a la liberación sexual, la píldora anticonceptiva y el movimiento feminista. La resolución de Truffaut con respecto al papel de las mujeres en su cine evidencia el rol esencial que ellas tenían en su vida. Para él resultan seres mágicos, misteriosos, llenos de un amor infinito capaz de cambiar una vida para siempre, como ocurre con el insensible incendiario Montag en Fahrenheit 451 (1966), o el soñador actor Alphonse de La noche americana (1973). O bien, capaces de venganzas terribles al ver su felicidad destruida, como ocurre con la maquiavélica protagonista de La novia vestía de negro (1967).

Cuando la unión matrimonial se vuelve asfixiante o el entorno familiar es insostenible, en Truffaut el adulterio es la única salida. Los tonos y variantes del tema varían en su obra. Mientras que las escapadas románticas de Doinel en Domicilio conyugal (1970) y El amor en fuga (1979) forman parte de su carácter soñador, sensiblemente infantil, incapaz de alcanzar una madurez como esposo deseado, en La piel suave (1964), el intelectual protagonista se enreda con una atractiva azafata a quien hará inmensamente infeliz a causa de una culpabilidad que arruina la aventura por completo y lo vuelve el cáliz en el cual la rabia de su esposa le convierte en cordero del sacrificio.

Foto: Especial

En otras muchas estaciones de su obra, el amor o la pasión amorosa es dolorosamente asumida como fuerza de la naturaleza, imposible de ocultarse o detenerse. En esos casos, lo único que importa es amar, y no puede pensarse en otra cosa. Se trata de pasiones asumidas, un viacrucis gozoso. Como le ocurre a Adéle Hugo, protagonista de La historia de Adéle H. (1975), hija del autor de Los miserables y cuya vida amorosa será un desgarrador melodrama decimonónico por derecho propio, persiguiendo al narcisista militar que le roba el alma desde Francia hasta la gélida Halifax, Nueva Escocia, y de ahí al calor infernal de Barbados. Ese mismo trayecto geográfico se vuelve un trayecto emocional para la protagonista, quien desciende a los infiernos de la locura por un amor no correspondido que se volvió obsesión enfermiza. Pero lo cierto es que morir en el fuego de una pasión así, desde la perspectiva del cineasta, no tiene comparación. Algo similar ocurre a los protagonistas de La mujer de al lado (1981), una de las obras cumbres del amor como fuerza destructora, centrada en una pareja de amantes malditos que se reencuentran para hacer un ajuste de cuentas con la vida misma, llevando su pasión hasta sus últimas consecuencias, sin mediar el estatus social, sus respectivos cónyuges o hijos. Lo que importa es quemarse en esas llamas y arder por siempre para sentir que se ha vivido.

Para Truffaut, sin el amor no somos nada. Fue el amor su tema favorito y una parte esencial en la vida. Hacia el final de sus días, con la actriz Fanny Ardant encontró a una mujer dispuesta a compartir su vida de forma libre, sin compromisos. Fue el final de un viaje único. El soñador, por fin, pudo dormir en paz.

Por José Antonio Valdés Peña

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