CÚPULA

Cartas desde el Polo Norte

Tolkien hizo un conmovedor registro del amor que sentía por sus hijos y una cátedra de cómo intervenir un mundo imaginario

CULTURA

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ILUSTRACIÓN: GIOVANNI ASCENCIOCréditos: ILUSTRACIÓN: GIOVANNI ASCENCIO

No tengo dudas y sí pruebas de que los padres son los primeros ficcionistas con los que uno se topa en la vida. Cuando era niño, cada 25 de diciembre amanecía bajo el arbolito una carta escrita a mano. El mensaje era más o menos el mismo siempre. Santa Claus se disculpaba por no traerme lo que había pedido, argumentando que no se daba abasto con tantos niños. Y bueno, no había de otra más que aceptarlo. Una vez, sin embargo, me dejó un cobertor (¡a mis ocho años!) y decidí que era momento de hablar claro. Si me iba a traer lo que él quería, al menos que fuera un cobertor de los Power Rangers. Le escribí una carta de vuelta en la que le pedía un cambio, la coloqué a los pies del pino artificial, con esperanza. Se trataba de un favor mínimo. Vamos, ese hombre es capaz de volar en un trineo; no pedía imposibles. Pero esperé durante semanas y jamás obtuve una respuesta. No sé qué habrán pensado mis padres.

Sé que la tentación de crear una realidad paralela dotada de curiosidades, en torno a la infancia, es sumamente atractiva. Lo sé porque hubo otros padres que fueron más lejos con sus hijos. J. R. R. Tolkien (1892 – 1973), conocido por la saga de El señor de los anillos, gestó una tradición epistolar de sus cuatro hijos con Papá Noel a lo largo de dos décadas. La primera carta llegó en 1920, cuando John, el hijo mayor, de tres años, preguntó cómo y dónde vivía el señor de rojo que le dejaba regalos en calcetines. Igual que en una historia de fantasía, la verosimilitud era importante. Por eso a veces las cartas traían restos de nieve e incluso llevaban un sello postal del Polo. Aparecían en la mesa o las traía el cartero. Sería ingenuo pensar que el universo de Papá Noel, visto desde los ojos de Tolkien, se limitaría a las características ya conocidas. Los gnomos, los elfos, el muñeco de nieve, el oso polar –su principal ayudante– y sus hirsutos sobrinos, coinciden en el almacén de los regalos y lo protegen cada invierno de los trasgos, que son unos duendes traviesos.

Tolkien no sólo se encargaría de responderles con una grafía temblorosa, digna de un viejo de más de mil años, sino además se dedicaría a hacer ilustraciones de cada tema del que habla. El oso polar toma por momentos las riendas del diálogo y, ante las peripecias que se salen de control –como cuando los renos se sueltan y andan libres por los aires–, él es quien transmite los mensajes, mostrando sus faltas de ortografía, de las cuales se disculpa; no puede evitarlo, los osos hablan ártico, tienen su propio abecedario y está dispuesto a compartirlo.

El Papá Noel de Tolkien se queja del trabajo, del frío, del oso polar y del dinero. Vive junto a un acantilado en una casa de dos niveles, cuyo techo es circular; en su interior hay grandes escaleras y los pisos están cubiertos por hermosos azulejos celestes. Con regularidad invita a John, Michael, Chris y Priscilla a compartir los juguetes, los hace conscientes de que hay niños que no reciben ni siquiera una cena: “Ahora hay muchísimas personas que se han quedado sin casa o han tenido que huir; la mitad del mundo parece hallarse en el lugar equivocado”, les escribe en 1941. Cartas de Papá Noel (1976) es un conmovedor registro del amor que Tolkien sentía por sus hijos y, a la vez, es una cátedra de cómo intervenir un mundo imaginario.

Por Roberto Abad

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